SABER DE VIENTOS
Pablo Francescutti
Una sabiduría popular acopiada a lo largo de siglos se está perdiendo, y con ello se empobrece nuestro conocimiento práctico de la meteorología
¿Quién conoce hoy algo de vientos? ¿Quién sabe indicar su dirección sin mirar a la veleta? Muy pocos, nos atrevemos a asegurar. Vivimos bajo un continuo bombardeo de información meteorológica y climatológica; sin embargo, nuestro conocimiento práctico de la atmósfera se está perdiendo; y cada vez son menos los que pueden decir el nombre del aire que les sopla en la cara.
La culpa de ese olvido la tienen la emigración a las ciudades y la consiguiente pérdida de contacto con el medio rural. En la vida agraria saber de vientos resultaba fundamental. No sólo constituían una fuente práctica de información sino sobre todo una fuerza aprovechable, como bien sabían los operarios de los molinos de viento. En La Mancha, por ejemplo, la tecnología de esos aparatos se basaba en la neta distinción de ocho tipos de vientos. Cada ventanuco había sido diseñado con la misión de recoger en cada momento el viento reinante: solano alto, solano fijo, solano hondo, moriscote, ábrego hondo, ábrego alto, toledano, cierzo, matacabras y mediodía.
De esos y otros vientos locales la sabiduría popular cuenta con un rico acervo de nomenclaturas. Las distinciones efectuadas entre esas corrientes de aire creadas por discontinuidades en la superficie terrestre parecen muy sutiles; con frecuencia se trata de corrientes que soplan en la misma dirección, debiendo sus nombres a diferencias de fuerza y temperatura. Un ejemplo lo da la Provenza con sus treinta vientos diferentes, entre ellos el mistral (del latín medieval magistralis), que en el Languedoc y el Rosellón conocen por el nombre de tramontane, al igual que en Cataluña y Baleares.
El viento de más allá de los montes, seco e intenso, puede soplar durante diez horas seguidas y alcanzar rachas de hasta 150 kilómetros por hora. En sus mejores días seca la atmósfera y limpia el aire. “Cuando sopla la tramontana”, decía Josep Pla, “el Ampurdán es como un diamante”. Pero cuando le viene en gana enseña un rostro feroz; según cuentan viejas leyendas gerundenses, se metía por debajo de las sayas de las abuelas, las hinchaba como si fuesen globos y se las llevaba por los aires. En Menorca le acusan de atrapar la voluntad de los visitantes, no permitiéndoles abandonar nunca más la isla. En esas tierras se le responsabiliza de inducir la rauxa (el arrebato de locura), y también, curiosamente, del seny (el buen sentido común).
La tramontana ejerce una influencia omnipresente en la vida de las gentes de esos lugares. Salvador Dalí, que sentía por él especial fascinación, soñó con construir un órgano que funcionase con su intenso soplido. Hoy, un proyecto materializará aquel sueño mediante la creación de un acumulador de viento. Canalizando el aire por un embudo gigantesco, el dispositivo accionará un regulador de presión y pondrá en funcionamiento a los más de 500 tubos del órgano, que se situará al aire libre, cerca del Castell de Quermançó, en el término municipal de Vilajuïga. De esa manera se podrá tocar el instrumento los días de calma y almacenar energía eólica los días de tramontana.
Abigarrada nomenclatura
Los vientos locales han dado mucho juego a la imaginación popular. A tenor de la increíble variedad de nombres existente parecería como si la Naturaleza hubiera obsequiado a cada pueblo con un viento propio. Unas cuantas de esas denominaciones han sido inventariadas por el meteorólogo José Miguel Viñas Rubio en su libro 200 estampas de la temperie. En sus páginas nos informa de que en Campo de Criptana (Ciudad Real) distinguen tres tipos de solano: hondo, alto y fijo, en función de su intensidad. El calderino (de componente sur), en cambio, únicamente sopla en Madridejos (Toledo). A la brisa suave que sopla en los ríos y playas en Asturias le llaman oral. En Galicia tienen el Xilsa, viento frío y seco relacionado con el hielo y las heladas; con sendas variantes en el asturiano guilfa y el leonés Jilsa.
La riqueza del léxico popular local no deja de sorprender. Al viento frío del norte le llaman Nordés en Galicia o Carbeso en los Ancares leoneses, mientras en otras regiones del noroeste le dicen Nortada o matacabras, si bien este último nombre se usa para muchos tipos de viento. En partes de Aragón se habla indistintamente de cierzo o matacabras. También se identifica la palabra matacabras con el aguanieve o el granizo menudo. En otros parajes denominan Pelacañas al viento fuerte y frío que sopla por navidades.
En Albacete agrupan los vientos del Este, Sureste e incluso Sur bajo el rótulo común de aire de abajo, en referencia a su procedencia marítima y a que aportan humedad. A los que vienen del Noroeste, Oeste o Suroeste se les llama aire de arriba, y el viento del Norte, le llaman Matacabras. En Murcia al viento de levante le conocen por solano, o dicen que el tiempo está de abajo. Si viene de poniente o noroeste expresan que el tiempo está de arriba.
Viñas Rubio añade que “en la costa catalana, a la brisa de tarde de componente suroeste le llaman garbí, derivada del árabe garb (oeste), equivalente al Embat en Mallorca”. Los valencianos le tienen especial consideración por ser el que se usa para remontar cometas.
Otro viento que imprime carácter es el cierzo. Aunque sopla con persistencia en el valle del Ebro, en Aragón existe la creencia de que nace del Moncayo. Lo refleja esta jota recogida por Carmen Gozalo de Andrés:
“Yo no sé que tiene el aire
que azota nuestro Moncayo,
que hace a la mujer más hembra
y hace a los hombres más bravos”
Nombre muy utilizado en el resto de regiones con variantes como cencio, ciercera, zarzagán en León o siero en Salamanca, todas ellas con un origen común en la palabra latina cercius, con la que los romanos llamaban a ese viento del noroeste, del cual Catón el Censor decía que “cuando hablas te llena la boca, derriba un hombre armado y carretas de guerra cargadas”.
Aires malsanos
El aire en movimiento siempre ha sido una de las fuerzas naturales más cargadas de resonancias mitológicas. La fértil imaginación de los griegos nos legó todo un panteón ventoso, encabezado por Eolo, el dios del viento (cuya memoria sobrevive en la energía que mueve los aerogeneradores) y sus hijos Boreas, Euro, Zéfiro y Notos. Homero ubica su morada en las Islas Eolias, donde Eolo los mantiene encerrados en profundas cavernas, pues si se escapasen barrerían las tierras, los mares y hasta la bóveda celeste. Euro (viento del Este), impetuoso y desordenado, volaba con los caballos de la Aurora; Bóreas (viento del Norte) residía en Eutracia y gobernaba el Reino del Aire; a Notos, el viento caliente y tormentoso que sopla del Sur, los poetas lo pintaban alto, viejo y con los carrillos inflados; y a Zéfiro (viento del Oeste), le atribuían el poder de preñar las yeguas lusitanas, famosas por su velocidad.
De los griegos a nuestros días lo que más ha exacerbado la imaginación colectiva han sido los “vientos malsanos”. Culpar al aire de los arrebatos humanos constituye una venerable tradición. Ya la Biblia achacó la abrasadora pasión del rey David por la bella Betsabé a la circunstancia de que «soplaba viento ardiente del desierto, que mata a los camellos y… enloquece a los hombres…». El folklore universal incluye en esa categoría al mistral (se dice que cuando soplaba Winston Churchill evitaba visitar la Costa Azul), al Hamsin egipcio (el viento de los cincuenta días); al chinook de Canada; y al Santa Ana californiano, descrito por Raymond Chandler como “aquellos vientos secos y cálidos que bajan por los pasos de montaña y te alborotan el cabello, hacen tus nervios saltar y tu piel escocer. En noches como esas cada fiesta termina en una pelea. Las mujercitas palpan el filo del cuchillo de trinchar y estudian la nuca de sus maridos. Cualquier cosa puede suceder”.
En Europa la palma en ese apartado se la lleva el Foehn, la corriente fuerte, seca y cálida que se origina en las laderas a sotavento de los Alpes y sopla sobre su vertiente norte. Al producir temperaturas altas en breves períodos de tiempo, induce rápidos deshielos convirtiéndose en el enemigo de los esquiadores. Tan funesta fama arrastra, que el Instituto Meteorológico Suizo publicó en 1974 una lista de trastornos asociados a su influencia: dolor de cabeza, mareos, asma, irritabilidad, depresión, agotamiento…
Otro viento estigmatizado es el Siroco (xaloc en Valencia). Cálido, seco y aplastante, sube del Sahara, atraviesa el Mediterráneo y enerva en igual medida a griegos, sicilianos y andaluces (en Sevilla, cuando a alguien le ha dado un ataque de locura suele decirse: a ése le ha entrao el Siroco).
Similar reputación arrastra el viento del Sur a su paso por Euskadi. Su fama de provocar jaquecas y sopor le ha ganado el nombre de Sorguiñaizia (viento de Brujas). Por sus efectos maléficos alguien le atribuyó un origen en las cuevas de las brujas ocultas en los montes vascos. A la sabiduría popular se le antojó que sólo las hechiceras podían crear un viento tan horrible.
En Cantabria, el viento sur recibió el homenaje de Gerardo Diego en un poema homónimo, en el cual pasó por alto sus connotaciones maléficas, pues en esos pagos se le considera el viento pirómano, aparte de causar cefaleas, angustia y otros trastornos nerviosos a personas meteorosensibles.
Tampoco el ábrego (derivado del latín africus o apricus), viento templado del Atlántico que sopla en las Castillas y en Extremadura, se ha visto libre de cargos. En Asturias –donde se le conoce por abregu- le llaman aire de castañas, por la violencia con la que en el otoño las hace caer de los árboles. Se le asocia a catarros, cefaleas y depresiones. Sin embargo, por su asociación con los temporales de otoño y primavera que son la base de la agricultura de secano, su influencia es tenida por benéfica por muchos labradores.
Ni siquiera los animales se libran de esa nefasta influencia, a juzgar por el refrán taurino que dice “con aire solano, no hay toro bravo”. El dicho andaluz alude al efecto embotador de este viento que viene de donde nace el sol, seco tras atravesar la Mancha, frío en invierno y abrasador en verano.
Por último, mencionar al lebeche, que viene de Libia —el libeccio de los italianos y el llebeig catalán—, y levanta dolor de cabeza a los marineros.
Conclusiones
Que la cultura del viento –ataño tan obvia– se vuelva materia de reportaje certifica su condición exótica, como si de un vestigio de épocas pretéritas se tratase. “Es asombroso el retroceso que significa el virtual desconocimiento que tenemos de los vientos”, se lamenta Amando de Miguel. “En todo caso nos interesa su velocidad, pero no lo más interesante, que es su dirección. Es lástima que en las informaciones meteorológicas no se nos mencionen casi nunca los nombres de los vientos. Todo lo más se identifica cada viento con su posición en los puntos cardinales. Resultaría muy expresivo que nos avisaran de que va a soplar un ciercillo refrescante o un bochorno insufrible”.
De ese estado de ignorancia apenas se salvan los gaditanos, de creerle a Antonio Burgos (“Los oyes por la calle, parados en una esquina, y hablan de vientos… Cada vecino lleva una veleta en la sensibilidad de su piel. Y narran peleas de vientos, de las que por experiencia se sabe siempre el final: al levante sólo le puede vencer el poniente…”). Mas no todo está perdido. El auge del surf, el windsurf y el parapente ha puesto de moda un cierto conocimiento de los vientos: reconocer el garbí resulta de rigor entre los surfistas de la costa levantina; la familiaridad con los alisios es obligada para los windsurfistas de Canarias; e igual le ocurre a los deportistas que llegan a Tarifa respecto de los fortísimos vientos engendrados por el Levante a su paso por el Estrecho.
¿Debemos ver en esa recuperación un motivo de esperanza para una sabiduría en vías de extinción? No lo creemos. La disipación de gran parte del misterio y de la poesía que envolvían a los vientos parece un fenómeno irreversible. Sin embargo, la costumbre de poner nombre a las tormentas tropicales –tan popular en los medios y en la población-habla de la pervivencia de la vieja necesidad humana de explicar la naturaleza, de acercarla y dominarla a través de la personalización, una práctica heredada de las cosmovisiones animistas. Quizás un nuevo saber de vientos se encuentre en gestación, un saber más global y sesgado hacia lo espectacular –como se estila actualmente-, que exprese con nuevos nombres la profunda conexión de la Humanidad con el fluido transparente, inodoro e insípido que rodea la Tierra.